martes, 1 de noviembre de 2016

No te extraño

Doce años han pasado,
desde que te fuiste de mi lado,
para nada te extraño,
ni sufro por mi desengaño.

Se que un día te recordaré,
como a un amor extraño,
y no lo niego disfrute cada día,
cada mes, cada año.

Tu sabor he olvidado,
tu poder se ha esfumado,
aunque antes te tenia,
en mi boca y en mis manos .

Doce años han pasado,
desde que te alejé de mi lado,
porque eras vicio y ronca voz,
en tu accionar delirado.

Ojala que la vida,
no vuelva a juntarnos,
se que no podría,
resistirme a tu encanto.

Y aunque es inevitable,
no sentirte a cada paso,
ya no encuentro los motivos,
para fumar…por si acaso.




El señor de las golosinas

Temprano llega el señor de Kiosco, 
para abrir los candados y levantar las persianas
de esa institución comercial que hace las delicias 
de chicos y grandes.
Con sus dulces caramelos galletas y chocolates 
y sus infaltables cigarrillos,
para el fumador empedernido, 
junto con alguna que otra pastilla de mentol
salvadoras del aliento tabaquero.
Pronto de abrir llegan los niños, 
que a poco de entrar al turno mañana, 
se aprovisionan con chicles, alfajores, bebidas, gomitas 
y alguno que otro las grasosas papas fritas.
Madres, niños y niñas desfilan atraídos mágicamente.
Luego que el ultimo rezagado pasa corriendo hacia el templo del saber, la parsimonia invade el salón golosinero.
El despachador se prepara para reponer, remarcar ordenar y tomarse unos mates e incluso alguna visita al baño 
aprovechando la falta de transeúntes en la vereda.
La mañana avanza calma y fría aunque los rayos de Febo, asomen entibiando e iluminando la palidez matinal de la vidriera.
Cerca de las 12 empieza a parapetarse algún que otro encargado de retirar a los pequeños estudiantes del turno mañana 
y van asomando tímidamente, con tiempo, 
los que entran al turno tarde.
Llegando a las 12:30,  se torna frenética la entrada al drugstore como lo llaman ahora y el batallón de niños, niñas, madres y/o padres, compran todo lo que se puede, algunos tranquilos otros desesperados porque el timbre acecha y hay que formar.
El señor del kiosco parece tener ocho manos, doce ojos y velocidad mental para el cálculo, acomodando billetes, contando monedas y mirando de reojo toda la estantería.
Después de más media hora de locura, llega la  calma, y la persiana baja lentamente.
Llego el momento del descanso merecido. El hogar queda cerca y un par de horas de sosiego le darán un golpe energético para batallar a la tarde.
Quince y treinta ya está firme en la puerta sacando candados y trabitas para levantar por segunda vez la cortina metálica y dejar entrar los rayos somnolientos del sol en esas horas de la siesta.
Horas de solitaria agonía reflejan la pálida tarde de los días de agosto mientras se palpita, en el corazón de más de uno,  la sensación estival, que aparece caprichosa de un invierno, como se debe,  algunos días si otros no.
La tarde, interminable, parece caer en un estado plagado de melancolía. En la radio de clásicos suena Lennon para darle matiz a la escena.
Después de las cinco renace la esperanza pasajera con los pibes que salen de la escuela y se alborotan en torno a la caramelera repleta de laicas golosinas, alfajores y otros menesteres estratégicamente ubicados para las delicias de niñas y niños, aunque la ofuscación de padres, madres tíos y tías, siempre a la orden del día, y mientras pasa el remolino, el despachante de turno saca cuentas, acomoda billetes y monedas.
Apenas tocan las 1740 todo vuelve a la paz inicial.
Reaparecen aquellos ruidos que la tranquilidad invita a escuchar,
como el motor de la exhibidora de bebidas y el burbujeo de la máquina del agua,
la radio de clásicos adquiere fidelidad y el transitar de los vehículos que pasan acelerando no respeta peatones ni mascotas.
Después del ultimo remolino el salón parece desbastado. Es momento de reponer para el día siguiente, de tomar nota de los faltantes para ir a comprar mercadería y reponer los cigarrillos como cada día. Llega el momento de los mates de la tarde esperando pasar la ultima hora.
Todo llega a su fin, es el momento en que algún que otro fumador se apura a comprar cigarros, quizás dos atados por las dudas y la simpática anciana de cabellos blancos, pintados  por el paso tiempo, se apresura a llevar su segunda ración de chocolates, y aunque los tiene prohibidos, sus 90 y tantos años le dan derecho a comerse lo que quiera.
Se prepara el señor del kiosco a terminar su jornada, plagada de trabajo y de larga estancia detrás del mostrador.
Mientras hace la caja diaria, calcula la ganancia y lo que queda para reponer el fin de semana. Ya llegando a las 19:30 hs, la noche cae como un manto de oscuridad envolviendo el barrio, y las luces destellan cada vez más intensas.
Adentro una a una se van apagando las luminarias de los tubos fluorescentes, y mientras la cortina baja lentamente, algún despistado llega sin aliento para hacer la última compra, la que quedara para registrar al día siguiente.
La puerta de la cortina metálica traba, dando paso a los candados que darán protección a esos  preciados tesoros que volverán a hacer las delicias de niños y niñas al día siguiente.

Benito Suarez Cortez 

jueves, 7 de abril de 2016

Viejas historias de futbol

La luz de la calle dejaba ver en su aureola luminosa, la tenue lluvia que desde la noche anterior caía sobre Buenos Aires. Casualmente el otoño había llegado dejando atrás el último aliento de un verano sofocante. Mientras miraba como las hojas de los arboles bailaban al compás del viento, fumaba mi cigarrillo habitual como cada noche después de la cena. Un ritual afrodisiaco y tranquilizante que nublaba mi percepción por unos minutos hasta que la nicotina nivelaba su efecto dopante en mi cerebro. Mi cuerpo se negaba a abandonar esa sensación que solo recibía al anochecer. El follaje danzarín y la turbia sensación me retrotrajeron a la niñez.
Villa Urquiza es el barrio donde nací. Con sus calles arboladas y vírgenes de edificios, corría el año 1978 y la propuesta inmobiliaria todavía no había alcanzado esas cuadras barriales con sus veredas cubiertas de árboles altos y frondosos que se llenaban de chicos cada tarde, después de tomar la leche,  hacer los deberes o mirar en la tv al capitán Piluso. generalmente despues de las cinco de la tarde, todos salían a pedalear sus bicis, a jugar a la rayuela o a pelotear, improvisados picaditos, en la calle y, a los que siempre se prendía algún que otro vecino que pasaba por ahí, pero dos por tres interrumpido cada vez que pasaban los automoviles tocando la bocina e interrumpiendo el fubol callejero.
Cada tarde después de las cinco, todavía masticando una tostada de la merienda, saludaba a mi abuela que siempre estaba en la máquina de coser, y a mi tía Rosa que me miraba  desde el fondo del PH, entonces cruzaba el largo pasillo de la casa de Capdevila 3439, para salir a la vereda llevando en una mano la pelota de cuero n° 5 que orgullosamente me había ganado al completar el álbum de figuritas, del futbol argentino y en la otra,  mis infaltables guantes de arquero. 
Como cada tarde me quedaba esperando a mis amigos de la vuelta para que me tiraran unos penales en la gran cortina metálica de la fábrica Chitex, que se encontraba a mitad de cuadra y que a esa hora estaba cerrada. Jugábamos sin parar hasta las siete y media de la tarde en invierno. 
Cuando empezaba a oscurecer, uno a uno los jugadores iban siendo llamados por sus respectivos padres – ¡Sergio!  ¡A comer!, Ale ¡venís ya! Y así, con la cabeza gacha, cada uno al vestuario del hogar con la esperanza de que al otro día no lloviera y poder jugar de nuevo a la pelota.
El sábado era especial. Los partidos eran más organizados y ya no lo hacíamos en las veredas o en el asfalto, sino en el pasto o en la tierra de los diferentes parques que lindaban con el barrio. Uno de ellos, el que más nos gustaba, se llamaba “Las siete canchitas”, lo que hoy sería la parte de atrás del parque Sarmiento. Un lugar muy extenso donde hoy se encuentran edificios como la embajada de la República Popular China. En frente de las canchitas vivían mis Primos Andrea y Mariano con mis tíos Conce y Juan José. Ahí entre montañas de tierra y arcos improvisados con la ropa que nos sacábamos, nos pasábamos las horas jugando interminables partidos de futbol, verdaderos campeonatos entre diferentes equipos del barrio. Chicos de 9 a 13 años, jugando con todo fervor para defender la camiseta de la cuadra, poniendo el corazón en cada pelota, en cada atajada. Discutiendo cada fuera de juego o alguna infracción. Nos tomábamos en serio la situación, hasta que llegaban los más grandes y por una cuestión de supervivencia, dejábamos las canchas y corríamos como locos riendo y gritando sin parar por la antigua av. Republiquetas. Hacíamos una parada en lo de Don Saúl que siempre tenía la manguera de agua lista para que saciáramos la sed o le tocábamos el timbre a mi tía Coca que todavía vive en la calle Bucarelli al 3400 y seguíamos camino cada uno a su casa.  Soñábamos con jugar al futbol de verdad en los clubes grandes, con el público gritando y alentando.  - Las gambetas de Sergio Buonomo, - la seguridad de Sergio Canosa, - la potencia de Guillermo y los cabezazos de Alberticu y las voladas de Alejandro Luna y la firmeza de Carlitos Fernández.
Las interminables fantasías algún día se harían realidad,  así fue para mí en alguna cancha de futsal o con mis hijos en la play 2.


Nigth Club Karim´s

Club Karim No me podía concentrar aquella noche lluviosa. Aunque trataba de olvidar los hechos acaecidos unas horas atrás, no lograba p...